Tuesday, December 30, 2008

Porque yo leo..

En estos días en que es desgastado y simbólico cliché hacer un ejercicio de instrospección retroactiva, tuve una revelación acerca del papel que la lectura ha tenido en mi vida.


Todo por la afortunada decisión de internarme en los secretos de una monja barroca y novohispana. Sin embargo son las agudísimas y acertadas reflexiones acerca de los entuertos de una jeronima; hechas por el muy moderno y nobel mexicano autor, las que lanzaron luz sobre una de las más íntimas y trascendentales experiencias que he tenido en la vida: la lectura.


Dicha epifania literaria surgió al leer las siguientes líneas:


“El mundo de los libros es un mundo de elegidos en el que los obstáculos materiales y las contingencias cotidianas se adelgazan hasta evaporarse casi del todo. La verdadera realidad, dicen los libros, son las ideas y las palabras que la significan: la realidad es el lenguaje. Juana Inés habita en la casa del lenguaje... La casa de las ideas es estable, segura, sólida. En este mundo cambiante y feroz hay un lugar inexpugnable: la biblioteca”


Y es que el lector es fugitivo, porque leer es la posibilidad de escapar montados en las palabras de otros hacia los mundos que nos estan vedados ya sea por la distancia, el tiempo, los recursos o la naturaleza del mundo. La lectura es una actividad que subvierte íntimamente la imaginación de las personas, ya sea por una frase, una imagen o un sentimiento.


Yo empece a leer a los once. Recuerdo que sentía una atracción muy especial por los gruesos y empolvados tomos que mi padre guardaba en un rincón de la casa. Casí todos eran clásicos. Mi primera elección fue tomar el libro con el título más seductor para un niño de once años: Viaje al centro de la tierra. Hice muchos intentos por leerlo, pero el doctor Lidenbrock me pareció insufrible, me recordaba demasiado a mi padre. Así que lo abandoné antes de que él y su sobrino Axel se adentraran en el Sneffels. Debo confesar también que lo escogí porque los demás eran demasiado gordos y la letra muy pequeña. Años después lo disfruté profundamente, precisamente porque Otto se parece tanto a papá.


Los otros dos tomos que me sugierieron algo fueron “El tambor de hojalata” de Günter Grass y “Los miserables” de Victor Hugo. Adolescente incipiente, me incliné , para bien o para mal, por el romántico, hasta hoy no he leído a Grass. Supongo que esta decisión ayudó a que los rasgos más fatalistas de mi personalidad se reforzaran, y quien sabe que hubiera pasado conmigo si hubiera leído a Grass, quizas hubiera sido un adolescente cínico o suicida.


Por un golpe de suerte, o mejor dicho por un capricho de pubertad me inicié a la lectura bajo los auspicios de los románticos. Deterministas, fatalistas, transgresores, maniqueos, poéticos, filosóficos, patéticos. Sin quererlo, mi adolescencia transcurrió entre la sordidez y superficialidad de la última década del siglo XX y la trasnochada y profunda idealización de los decimonónicos victorianos.


Las primeras imagenes que me marcaron profundamente: la ternura paternal del brutal Jean Valjean y la ciega e implacable fijación por la justicia del inhumano inspector Javert. El “yo no nací de rodillas” de Julien Sorel, fue una piedra de toque en mi adolescencia, con ella pude defender mi individualidad de la cuota de humillación y transigencia, que la voraz necesidad de pertenencia y aprobación le impone a todo puberto en los años de secundaria.



Esta actitud insumisa me causo no pocos problemas existenciales. En multiples ocasiones me convirtió en paria, blanco de burlas, escarnios y aislamiento. En algún momento también me creí el héroe de mis novelas y empredí cruzadas por la libertad, la igualdad, la justicia o alguna otra causa elevada, todas terminaron mal por supuesto.


Sin embargo en todas las ocasiones salí adelante, porque la paz que no tenía en el día con día la encontraba en el amor de Mario y Cossette, las aventuras de Florentino Ariza, la perfidia de Toránaga, las reflexiones de Octavio o las ocurrencias de Sheridan. Entre mis libros siempre encontraba el solaz, la fuerza, la astucia y los motivos para enfrentarme a la realidad de la escuela y de mi casa.


Mi madre siempre se incomodaba cuando reía o hablaba mientras leía. Siempre pensó que era anormal que me mantuviera horas en la misma posición y temía que me disociara del mundo de manera definitiva. Hace poco mis hemanas me reprocharon esa actitud ausente con que navegué las aguas crespas de la adolescencia, sin embargo no era una ausencia sino una fuga.


Cada tarde me fugaba a surcar las aguas del Orinoco, a visitar la locura de Macondo, a rozar los labios de Fermina Daza con la punta de la lengua, a aprender medicina con Ibn Sina, a tramar conspiraciones en el Japón feudal para ser Shogun, a sublevarme contra Porfirio Diaz, a huir de la ira antisemita de Isabel de Castilla. Cada tarde me fugaba de la furiosa fuerza estandarizante de la televisión, me encontraba con modelos de comportamiento mucho más complejos, ricos y diversos que los de policias, ladrones, chavos cool o juniors prepotentes.


La lectura me dió la capacidad de imaginar otros mundos, otras circunstancias. Me mostró que la realidad es rica en sus manifestaciones, que nada es lo que parece, que todo es posible, pero sobre todo plantó en mi la semilla de la inconformidad. De ahí la segunda frase que me marcó profundamente en la adolescencia tardía, esta vez de Breton “La rebeldía es la única productora de luces”.


Quizas en esos años no la entendí bien, pero me permitió seguir construyendo mi personalidad, parapetado en una feroz afirmación de mi individualidad. Fue en esos años que nació mi profunda aversión al llamado de la manada, a oponerme de entrada a las iniciativas colectivas, sentimiento que mucho más tarde tomo la forma de otra frase, que busqué durante años y que encontré en un afortunado espectacular: “Donde todos piensan igual, nadie piensa mucho”.


Esto trae a colación otro significado íntimo que la lectura tiene para mi. El lector es fugitivo porque es transgresor. La lectura es un acto esencialmente egoista, el que lee se sumerge muy profundo en si mismo y al hacerlo se libera de su cuerpo y sus limitaciones materiales, pero para hacerlo se separa del mundo, le da la espalda, lo niega.


Esta negación le infunde al buen lector un sentimiento profundo de incomodidad, una sensación de estar fuera de lugar en un mundo que le es adverso y hostil. Los buenos lectores, dice Borges “son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”. Pero como Andersen nos cuenta, los cisnes son aves lejanas de la belleza en su niñez y adolescencia, son notas discordantes, son la nube cargada en el cielo azul. El lector profundo, desarrolla una suspicacia natural, una desconfianza intelectual que lo lleva a cuestionarlo todo. Este cuestionar nace de su capacidad de pensar alternamente, de oponer a las circunstancias que se le presentan escenarios distintos, es decir, de transgredir.




La imagen más grande de esta transgresión es justamente la monja Jerónima que me llevó a esta reflexión. Hija bastarda, pobre y mujer. Las tres faltas mayores en una sociedad masculina y jerarquica donde el sexo y la pureza de sangre lo determinaban todo. Juana, tres veces indigna, transgredió todas las normas de su tiempo. Aún atrapada en su velo y en su celda, se atrevió a imaginar una vida mejor para ella, siempre apoyada en la tinta y el papel, detrás de un par de solapas de cuero. Fugitiva de su condición, transgredió y trascendió sus circunstancias, regalandonos las letras más grandes de un siglo.

2 comments:

Webazon said...

Esta frase define mi existencia:
«La rebeldia es la unica productora de luces» de Breton

Me siento muy parecido a lo que escribes. Sartre, Maquiavelo, Descartes y Cervantes, ellos son los que han definido en gran parte mi forma de ser. Quiza Sartre en mayor medida: la base de mi pensamiento, para bien o para mal. Excelente blog, felicidades!

Rubén Fernández said...

Muchas gracias Arturo, espero que me sigas visitando. Este blog es tu casa