Hace un par de días se publicó un
informe sobre discriminación en México. Los resultados, que muchos mexicanos
hemos vivido en carne propia: en México eres discriminado por tu origen étnico,
tu color de piel y tu apariencia.
Hace unos días también, paseándome
por feisbuk llamó mucho mi atención una foto vieja de uno de mis contactos. En
ella se puede ver a un par de jóvenes blancos, de ojos claros, mexicanos,
fotografiados junto a un hombre de edad media con sombrero, rasgos indígenas,
ropa vieja y un tono de piel muy oscuro. Los jóvenes tenían un gesto socarrón
en la foto. Se tomaron la foto con el “INDIO”, con el “NACO”, para ponerla en
feisbuk y divertir a sus amigos “BIEN”. México,
sin duda, es un país de gran desigualdad económica y social.
Muchas de las explicaciones que
he escuchado para este fenómeno involucran a los políticos y empresarios que
son calificados como rapaces y voraces ambiciosos sin medida. Esta es una
simplificación que encuentra cierta verdad y confirmación cuando se escuchan
las cínicas declaraciones de gente como Emilio Gamboa o Ricardo Salinas Pliego.
Sin embargo la explicación puede
ser mucho más compleja y lastimosa, somos nosotros y las personas que conocemos
quienes han perpetuado esa desigualdad. En México hay dos problemas muy graves
que no se han reconocido del todo y que no están en la mesa de discusión como
deberían: el racismo y el clasismo. Los mexicanos, en general, somos
profundamente racistas y clasistas. Esto quiere decir que estamos convencidos
de que el valor intrínseco de cada individuo está determinado por su origen
social, sus características raciales y pertenencia étnica.
Estos dos hechos han sido
largamente escondidos detrás del mito nacional del mestizaje y es por ello que
cuando uno se atreve a señalar su existencia, se encuentra con una negación
rayana en la esquizofrenia. He llegado a escuchar frases tan ridículas e indignantes
como: “En México no hay racismo porque no hay negros” o “en México no somos
como los gringos, aquí no hay Ku Klux Klan”. No hace falta que haya
organizaciones abiertamente racistas o un grupo étnico específico para que esta
peste exista.
Hoy en México los indígenas
siguen siendo los más desfavorecidos y marginados del país, y la gente se mofa
de su acento al hablar español y lo identifican con la ignorancia y la
estupidez cuando la verdad es que ellos han debido aprender a hablar una lengua
extranjera para poder ser tomados en cuenta en su propia tierra y si tienen
acento es porque son bilingües.
En México se le llama a la gente “negro”,
“prieto”, “naco”, “indio”, “pata rajada”, etc, con el fin de hacerle sentir que
pertenece a una clase social y étnica que es intrínsecamente inferior en valor y
dignidad. Esta discriminación sistemática es grave no sólo por las
implicaciones individuales que tiene en la vida de las personas que la sufren.
La discriminación también corroe la paz social y la fibra moral de un país.
La gente que discrimina está
convencida de que ciertas personas son mejores que otras y por lo tanto merecen
más y mejores oportunidades de manera automática. Es así que los
discriminadores eligen quien accede o no a servicios y derechos que en teoría
deberían ser disfrutados por todos.
La gente que es discriminada ve
su autoestima y su calidad de vida minadas de forma sistemática. Esta continua
vejación de su dignidad y su derecho genera resentimiento, desconfianza y
revanchismo.
El creer, tolerar y reforzar que
las personas son intrínsecamente distintas en valor y dignidad también genera
que se acepte una aplicación a modo de las leyes y reglamentos. La implicación
lógica es que la ley se aplica con todo su peso para los inferiores, mientras
que los superiores gozan tratos preferenciales.
Esto es una trampa para todos
porque claro está que a nadie le gusta pensar que es inferior, sin embargo lo
usual es que eso lo decidan terceras personas en situaciones específicas.
Esta tolerancia hacia la discriminación instala profundas
divisiones sociales que se manifiestan de formas funestas. Los discriminadores
niegan todo derecho y dignidad a los discriminados y justifican toda clase de
abusos y vejaciones a este grupo. Los discriminados se sienten felices cuando
sus discriminadores caen en desgracia y no perderán ninguna oportunidad para
obtener revancha.
Los abusos, sorna y discriminación de empresarios y
servidores públicos y privados se ven contestados con secuestros, robos y
violaciones horrorosos en los que se vulnera la dignidad de las víctimas con
cierto sadismo que denota cierta revancha: “Tu me orillaste a esto, ahora toma tu
merecido”.
Este estado mental que justifica las excepcionalidades,
lamentablemente, no es privativo de los asuntos étnicos o raciales. Este
sentido de que existen personas excepcionales se manifiesta en un sinfín de
actitudes cotidianas de la vida nacional.
El automovilista que desprecia al peatón y al ciclista por jodidos.
El peatón, el ciclista y el usuario de transporte público que detestan al
automovilista por prepotente. El comensal que maltrata al mesero por que no
estudió y el mesero que le escupe en la sopa por ser mamón.
Los dejo con una anécdota muy curiosa que presenció mi
prima:
Una mujer esperaba en su muy lujosa camioneta su turno para
ocupar un espacio de estacionamiento en un centro comercial muy concurrido. En
cuanto el automovilista que ocupaba el lugar que la mujer esperaba
pacientemente dejó el espacio libre, otro auto viejo y destartalado salió de la
nada y le ganó el lugar a la mujer. La mujer, razonablemente, enojada tocaba el
claxon e insultaba al otro conductor. Este bajó tranquilamente de su auto y
burlonamente se acercó a la mujer para decirle: “Bienvenida al mundo de los
gandallas”. La mujer estalló en furia y entonces pisó el acelerador a fondo
golpeando y dañando severamente el auto del hombre. El hombre quedó
estupefacto. Entonces la mujer bajó muy tranquilamente de la camioneta y le
dijo al hombre “Bienvenido al mundo de los ricos, pendejo”
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